jueves, 2 de abril de 2009

HNHL L KJRORPRO DI KRJISTRO (Primera parte)

Era un pequeño pueblo castellano, cercado por un horizonte ocre infinito, y amenazado por un cielo inabarcable.
La misa dominical era uno de esos actos colectivos que daban sentido al respirar. La coartada para justificar la existencia.
Así lo debía pensar el pueblo, que acudía a la cita de los domingos con puntualidad, devoción y ropa limpia. No faltaba ni Pedro, el loco del pueblo, que iba siempre embutido -ése es el término- en el vestido de novia de su difunta madre, ni Jesús, el alcalde que pasaba más tiempo en la capital con su amante, que en el pueblo con su mujer, ni Nicasio, el lechero que cada vez echaba más agua a la mezcla para ganar más pesetas. Ahí estaban siempre Maria, que tenía que hacer de pastor a diario porque su marido, el verdadero pastor, era un vago, y Eugenio, el ermitaño que solo salía de su campestre soledad para ir a iglesia.
Ni el cura, Apolonio, faltaría más. Era ya anciano, y el único cura de la provincia. Por ello tenia que viajar a los pueblos, uno distinto por día, para dar la posibilidad de confesión, compañía a los mas mayores y comida a los mas desfavorecidos. Leía la palabra incluso a las bestias del campo. Era gracioso verle declamar las “Bienaventuranzas” a las lagartijas que huían endemoniadas entre las piedras.
Y así giraba la rueda del molino, domingo a domingo, con la parroquia completando el aforo de la pequeña iglesia del pueblo. Hasta un domingo en el que Apolonio no acudió a su cita con los feligreses. Al parecer, tratando de cristianizar a una vaca satánica con las “Cartas de Filemón”, el malogrado cura recibió una tremenda coz en la boca que le dejo desfigurado, confuso y ciertamente mosqueado.
De aquella se recupero, pero quedó ajada su voz, con la consecuencia de que toda frase emitida por sus cuerdas vocales quedaba irreconocible.

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