- Apolonio, ya me he enterado de lo que pasó. ¡Cómo se te ocurre volver a andar jodiendo con mis vacas! ¡te lo tienes merecido!
Apolonio, aún convaleciente, pareció recobrar la salud y respondió con energía.
- Mmiljio, ¡eja bjertria dl kamopnl kja ddos!
Emilio entendió que el cura dijo algo así como que esa bestia del campo no era hija de dios.
- ¡Ah, sí! ¡Que sepas que esa bestia del campo no será de dios, pero que produce la leche que bien te bebes cada mañana cabrón! y no es una bestia del campo ¡se llama Amelia! ¡Acaso te llamo yo a tí bestia de iglesia! y toma, te he traido granos de polen para que te cures esa garganta.
Apolonio se hizo pequeñito, recuperó la enfermedad y se limitó a decir un distorsionado "grazzfiaj".
Pasaron los días, Apolonio recuperó la salud, más no la voz, y volvió cierta normalidad al pueblo.
Más por pena que por fé, la parroquia siguió yendo a misa, a pesar de que no entendían ni amén. El cura, aún consciente de que su mensaje llegaba hecho añicos, continuaba dando la homilía. En parte fiel a su cabezonería y en parte obligado por la ausencia de sustituto, hablaba al pueblo con la misma potencia, clarividencia y rotundidad, pero sin la misma respuesta de antaño.
La gente conocía las pausas tras cada oración, las respuestas a cada letanía, e intentaba ayudar a Apolonio repitiendo la estructura de la misa como seres autómatas.
Con el tiempo, y poco a poco, dejaron de ir Pedro, luego Nicasio, y luego Jesús.
Al cabo de dos años, tan sólo acudía ya María, la más vieja del pueblo, y Eugenio, el ermitaño que solo salía de su campestre soledad para ir a iglesia. Así fue el final de la última misa del pueblo:
- Nbub mjnopdwb dbuibhs dhwduih.- Dijo Apolonio.
- Y con su espíritu.- Respondieron María y Eugenio.
- BKIn BYG nkinmlb bub.- Los dos buenos cristianos interpretaron la pausa de Apolonio como un punto.
- Demos gracias al señor Dios.- Dijeron al unísono.
Apolonio agachó la cabeza y rogó al Señor que les perdonara, porque María tenía buena intención al responder a su incomprensible frase aunque no la hubiera terminado. También pidió por Eugenio, el solitario ermitaño que recitaba de memoria las respuestas interpretando los gestos de María, porque el pobre hombre, era sordo.
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